lunes, 31 de julio de 2023

EDUCATIVAS Y CULTURALES

RELATOS DE VILLA DEVOTO


¿ANTONIO, DÓNDE ESTÁS?


Escribe: NORBERTO PEDRO MALAGUTTI


Ese inicio de abril, nos anticipaba un invierno riguroso, allí los tres, en el viejo café billar de la avenida Santa Fe, degustábamos entre sorbo y soplido un chocolate caliente.

Walter traía de ablandar un gomoso churro e intentaba introducirlo en su pequeña boca, que solo parecía hecho para silbar.

Raúl, me miraba en una forma entre inquisidora e indiferente, y sacándome de mis pensamientos, me inquiere – Gordo, son las cuatro y media- ¿Cómo te volvés a tu casa?

Tengo el San Martín – respondí, me bajo en Devoto.

Walter que seguía luchando, con su mentón húmedo de chocolate, interrumpe diciendo -me voy en tacho hasta Saavedra, si les viene bien, los acerco.

No sé por qué extraña magia, siempre tenía un resto de dinero en sus bolsillos.

Llamamos al mozo, pagamos y nos despedimos.

Mientras subía por esas escaleras atuneladas de la estación Palermo, rumiaba, Raúl me tiene seco con eso de gordo, si pesa como diez kilos más que yo.

¡Pero cómo baila el turro este!

En la boletería, el empleado disimulando un bostezo, espeta - ¿adónde? – a Devoto, ida solamente. Respondí.

Miro la cartelera de horarios, tengo suerte, en nueve minutos llega el primer tren.

Con la mirada perdida en las vías, comienzo a notar que empiezan a vibrar, me arrimo al bode del andén, empapado de rocío y veo asomar la máquina de vapor, el haz de luz de su foco atraviesa la niebla como una cuchillada.

Me llama la atención la placa roja de ese monstruo de acero, tiene el número 343, ¡capicúa! Qué feliz sorpresa me deparará este día.

Subo los tres escalones del vagón, ingreso al salón de la derecha, la intensa luz de las bombillas incandescentes hiere mis fatigados ojos.

Casi vacío, lógico, deduzco, un domingo a semejante hora.

En la fila de la derecha, observo una señora, con un pulóver celeste intenso, tejido a mano.

Pienso, siempre con esa manía de encontrarle una explicación a todo, debe ser una enfermera que vuelve del laburo.

Dos filas más adelante, un hirsuto caballero, vestido con un traje negro, agrisado de tanto uso, dormitaba, apretando con fuerza entre sus manos un pequeño paquete envuelto en papel de diario.

Ese traje lo debe haber heredado, deduje, le queda chico, las mangas no llegan a cubrir los puños de una camisa celeste deshilachada.

Me siento solo en uno de esos duros asientos de madera, del lado de la ventanilla, paso la manga de mi campera para limpiar el vidrio empañado, como si se pudiera ver algo en medio de esa desoladora oscuridad.

El silencio que predomina en el ambiente hace más notoria esa música monótona que generan las ruedas en las uniones de las vías, acompasadas de acuerdo a la velocidad de la marcha, como esas interminables variaciones del Bolero de Ravel.

Ese particular clima me llena de placidez.

Chirrean los aceros, el tren está empezando a detenerse, miro por la ventanilla, van apareciendo en fila esos centenarios eucaliptos, estoy llegando a la Villa, me levanto

La supuesta enfermera se ha ido, dejo solo al caballero, vaya saber a que rumbo desconocido.

La formación se detiene en el andén mas lejano a mi destino, bajo por las escaleras al túnel y mientras lo recorro, recuerdo la cantidad de veces que Edgardo comentaba…

- Este túnel fue recorrido por el Príncipe de Gales, por la década del veinte, en una agitada visita a la Villa.

- Respiro profundo como si quisiera rescatar algunos de los perfumes de ese emblemático personaje.

Encaro por la avenida Fernández de Enciso, la niebla es cada vez más intensa, allí está el Rodis Bar, mostrando su presente agonía. Nada queda de sus tertulias políticas, de la vitrolera y su música, que, a pesar de no ser muy agraciada, despertaba algunas fantasías a más de un parroquiano. No se escuchan a los discutidores de las carreras de caballos, ni los golpes de los tacos de los artífices del billar.

Al pasar frente al lugar, quiero gritar, ¡Pero si hasta el techo se ha derrumbado!

Empiezo a divisar la silueta de la plaza, y sus deslucidas casuarinas, la cruzo diagonalmente, para continuar por Enciso.

Bordeo el monumento a la bandera, orientando mi mirada buscando a Don Antonio, allí reproducido en bronce por aquel artista florentino, Zocchi.

Cuántas veces habrá viajado a Italia, para modelar, y a pesar de ello nunca pudo verla terminada.

Pienso, con insólita ocurrencia, si alguna vez, responderá a mi silencioso saludo.

¡No, no puede ser! Exclamé con sorpresa, el monumento del aquel Antonio de bronce, no estaba en el descuidado pedestal.

Acercándome a la pequeña verja de metal, caído sobre el césped, encontré un pedazo de caño, ¿será el bastón suplente de aquel que alguna vez le robaron?

Al costado del pedestal, se denotaban algunas huellas de pisadas, bastante profundas, pero no se veían señales de que hubiera sido arrastrado.

No sé qué razón me llevó a ir a la ante galería, de la escuela secundaria, a la que recientemente la bautizaran con su nombre, por votación de sus alumnos, allí sobre ese ante patio que da a la calle Mercedes, sólo se ven cicatrices de cemento en el suelo donde alguna vez estuvo su estatua.

Dentro del edificio de la escuela, se ve una tenue luz, enfilo entonces hacia el bulevar Del Carril, el césped continúa alto, indisciplinado, afeando, lo que había sido una importante residencia, que compartía algunos fines de semana con su primera esposa, Rosa Viale y algunas destacadas personalidades de la época.

En la galería de la derecha, curiosamente se encontraban tres sillones de maciza madera, tapizados en una engobelinada tela, me acerqué, y a pesar del intenso fresco reinante, uno de esos sillones tenía el respaldo tibio.

Ya allí, me asomé al ventanal, para observar el interior, no se percibía presencia alguna. En cambio, me impresionó sobremanera, la brillantez y luminosidad del piso de veneciana, con sus vívidos motivos, como nunca lo había percibido antes.

Sólo eso.

Enfoqué hacia el bulevar, la pequeña puerta, curiosamente estaba abierta, salí apresurado, mientras la residencia se desdibujaba en la cada vez más intensa niebla.

Ya por la calle San Nicolás, asomaba sobre los techos de las residencias, un cielo rojo titilante, anunciando el próximo amanecer.

Retomando mis pasos, constante que ese hombre de bronce, seguía ausente, ¿dónde se habrá ido?, cansado de la falta de respeto de las palomas, de las agresiones de los estudiantes con sus marcadores, harto de los chillidos de las cotorras, que herían sus cultos oídos, amante de la ópera italiana.

No sé por qué decidí enfilar para el Asilo, obra de su generosidad, donde alguna vez en su puerta de entrada estuviera presente ese hombre en bronce.

Quise acelerar el paso, llevado por mi ansiedad, pero sin embargo más quería apurarme, más lento era mi andar, como si estuviera calzado con zoquetes y zapatos de plomo

Al fin llegué al Asilo, bautizado con el nombre de Humberto Primo, en homenaje al asesinado heredero del trono de Italia.

El rojo intenso, no era causa de un nuevo amanecer, partía de dos puntos distintos del Asilo, que estaba siendo rápidamente consumido por las llamas.

Esta extraña atmósfera de niebla, fuego, humo y cenizas del arder de las maderas, me ubicaba fuera de lo temporal, si esto había ocurrido cincuenta años atrás.

En medio de este fantástico panorama, ¿no sería lógico que Antonio, en su desesperación, se haya apresurado en volver allí.

¡Acaso no había estado abandonado entre sus ruinas tanto tiempo en ese lugar! Solo faltaba un encuentro con el Duque de los Abruzzos, como en aquel año de 1904, cuando colocaron la piedra fundacional.

El edificio se iba consumiendo, sin embargo, mi rostro, no recibía su calor, todo lo contrario, estaba el ambiente tan frío y destemplado como mi espíritu.

Imaginariamente intenté reproducir ese mundo repleto de sonrisas y pesares de las niñas y los niños, las atenciones y rezongos de las mojas de la orden de la Virgen Niña y en medio de ese cavilar, no podía encontrar aquel Antonio de bronce.

Apesadumbrado, encaminé mis pasos hacia mi casa, cuando giré para tomar Emilio Lamarca, por detrás de mí, una pesada y fría mano apretó mi hombro, sentí un sacudimiento estremecedor.

Lo que pasó por mi mente en ese instante, no se podría explicar, sólo sé que mi estómago se estranguló, extrañé el ritmo de mi respiración. Y de pronto una voz me sacudió.

- ¡Su pasaje por favor!

Desperté abruptamente.

El inspector soltó mi hombro, mientras yo hurgaba en el bolsillo de mi campera el boleto, mientras con la mano frotaba mis párpados, el tren empezaba a detenerse, vi con dificultad a través del vidrio, nuevamente empañado, un cartel de letras en sobre relieve blanco sobre fondo negro, anunciaba la Estación Caseros.

Este cuento forma parte del libro ¿Antonio dónde estás? y otro relatos de la villa, escrito por Norberto Pedro Malaguti. Editorial Relatos barriales.

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