jueves, 15 de febrero de 2018

EDITORIAL

NOTA DE TAPA

SABIA NATURALEZA

“Y como parte de la vida estamos nosotros (...), los humanos modernos, que tenemos entre nuestras virtudes un grado de inteligencia que nos permite reconocer cierta unión con ese todo.” 



ESCRIBE: Lic. MÓNICA RODRIGUEZ - Dirección


Cuando era chica oía decir a mi papá “la naturaleza es sabia y siempre busca su equilibrio”. Con los años me di cuenta que era un dicho popular.
Quizás hoy parezca una frase hecha, un cliché si se quiere, pero digno de analizar.
Sin duda, la majestuosidad de la naturaleza conocida nos impacta y nos interpela permanentemente.
Quién no se estremece ante un cielo nocturno despejado en el que se pueda apreciar la inmensidad del universo casi desconocido colmado de millones de estrellas, múltiples galaxias, nebulosas y sobrecogedores agujeros negros. 
Aquí en la Tierra, nos subyugan paisajes paradisíacos: montañas, bosques, selvas, desiertos y los casi insondables océanos que aún guardan misterios para la humanidad.
En el exuberante mundo de la vida, el reino vegetal nos regala el verde de los árboles, las maravillosas flores con sus colores y aromas y miles de variedades de plantas. La fauna ofrece una diversidad similar.
En la naturaleza todo parece tener un orden dinámico, en permanente movimiento y cambio.
Nada está aislado, cada parte reacciona a las influencias recíprocas de las demás.
La vida tiene una particular forma de movimiento frente al resto de las cosas que a distintos ritmos, también se mueven. En cualquiera de sus formas, se sostiene gracias a un particular ordenamiento que nuclea a sus elementos y al equilibrio que entre ellos se mantiene.
La vida se construye y se destruye en permanente intercambio con construcciones y destrucciones de otros órdenes.
Y como parte de esa vida estamos nosotros, el homo sapiens sapiens, es decir los humanos modernos que tenemos entre nuestras virtudes un grado de inteligencia que nos permite reconocer cierta unión con ese todo.

Sin embargo, en el último siglo y medio la civilización se ha desarrollado a expensas de la naturaleza, ensuciándola, contaminándola, sobreexplotándola, arrasando y depredando su flora y su fauna.
Consecuencia del diseño y dinámica de nuestros sistemas productivos son el calentamiento global y el cambio climático que se están haciendo sentir en general pero que toman su peor cara en las catástrofes naturales que arrasan con fuerza a las poblaciones sobre las que recaen.

Algunos de los últimos hechos alcanzan para graficar: la seguidilla de huracanes que sacudió a Centroamérica en el último año, terremotos y tsunamis; inundaciones en Argentina que en 2017 anegaron más de un 1.500.000 de hectáreas e incendios que tan solo en enero de 2018 arrasaron alrededor 150.000 hectáreas en Mendoza y La Pampa, aunque parece una cifra ínfima en relación a las 2.000.000 de hectáreas que desaparecieron bajo el fuego en las provincias del centro de nuestro país entre 2016/17.
Los episodios de temperaturas extremas son cada vez más frecuentes. Y mientras las altas temperaturas derriten carreteras en Australia y deforman rieles del ferrocarril Sarmiento a la altura de Gowland (Provincia de Buenos Aires), nieva en el desierto del Sahara y en Estados Unidos un ciclón bomba asemejó Nueva York a la película “El día después de mañana”.

El hombre con su accionar ha roto el orden de una naturaleza que está empezando a sacar su “fuerza Interna” para volver a un nuevo punto de equilibrio.
Cuando uno mira al poder mundial observa que, si bien hay líderes de alguna de las principales potencias del mundo que hacen caso omiso a los compromisos internacionales que mandatarios de su país que los precedieron asumieron ante la última Conferencia de las Partes de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, realizada en París (COP21, Francia, 2016) donde 165 naciones se plantearon como meta contener el aumento de la temperatura «bien por debajo de los 2º C» respecto a la era preindustrial y realizar «esfuerzos para limitar ese aumento a 1,5», mediante acciones como esforzarse en que las emisiones de GEI (gas efecto invernadero) dejen de aumentar lo antes posible y empiecen a reducirse “rápidamente”, otros, como China, el segundo país más contaminante de la Tierra, parece estar empezando a instrumentar políticas a escala tendientes a favorecer el medio ambiente y se han propuesto plantar bosques del tamaño de Irlanda (6,6 millones de hectáreas) para luchar contra la contaminación y el cambio climático.
En nuestras latitudes pasa algo similar: especialistas ambientales de instituciones bonaerenses proponen plantar árboles nativos en las zonas afectadas por las inundaciones para recuperar la tierra. El proyecto busca recuperar bosques nativos y corredores biológicos.
Pero estas acciones aisladas no alcanzan.
Es imprescindible plantear nuevos modelos económicos basados en la sostenibilidad, la solidaridad, la cooperación y el reparto equitativo de la riqueza. En esta línea de pensamiento está Christian Felber, creador de la Economía del Bien Común, quien sostiene que se debe reemplazar el concepto de PBI (Producto Bruto Interno) por PBC (Producto del Bien Común).

El tiempo se agota. Con toda claridad lo expresó el presidente Barack Obama en la apertura de la COP21 (París, Francia, 2016) ante 150 mandatarios de las naciones participantes: “Somos la primera generación que ha notado el impacto del cambio climático y será la última en poder hacer algo para remediarlo”.

¿Usted qué opina?

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